Último día antes de
entrar por las puertas del Lowell. La idea me aterra.
Odio esa sensación de avanzar
por el pasillo y sentir que acaparas miles de miradas desconocidas que se toman
el privilegio de juzgarte. También odio que las extremidades tiemblen cada vez
que ellos hablan y tú, de repente, dejas de existir. Pero es aún peor cuando
eres ignorada y además sientes que te observan. En esos instantes se produce un
cortocircuito en mi cerebro y es prácticamente imposible encontrar el punto
donde saltó la chispa.
No sé qué odio más, si a
las personas que veré en unos días o a mí misma.
Lo cierto es que ningún
profesional me ha detectado ansiedad social, se podría decir que he llegado a
ese diagnóstico por mí misma. No tomo medicamentos, ni si quiera sé si es una
enfermedad, solo sé que es algo frustrante.
Corro la cortina y el sol
entra a raudales por la ventana. Me froto los ojos con fuerza y me dispongo a
abrir la puerta para ventilar la habitación cuando escucho la voz de mi
hermana. Habla con alguien a través del teléfono. Dice algo que no logro
entender y cuelga.
- ¿Quién era? -Pregunto,
asomando la cabeza entre los barrotes de la escalera.
Se gira, sorprendida, y
dobla el trapo que lleva colgado de su hombro para ponerlo en la isla que
separa la cocina y el salón.
- He hecho galletas.
- Ya. ¿Con quién hablabas?
-Insisto.
- Mamá. -Confiesa, después
de aclararse la garganta.
Me quedo paralizada;
miles de preguntas acribillan mi mente.
- ¿Y? -Corro hacia ella -
¿Qué te ha dicho?
- Dice que papá nos echa
de menos -Esboza una sonrisa -. Y preguntó por tu primer día de instituto.
- Es mañana.
- Sí, eso le he dicho.
Quiero gritarle que ya no
soy una niña y que no debe de ocultarme nada. Sin embargo, las palabras no
salen de mi boca y la sensación de culpa me invade; hay veces que me comporto
como tal.
Mis padres fueron
deportados el día de mi cumpleaños. Por entonces vivíamos en Carolina del
Norte. Todos mis amigos estaban allí. Al soplar las velas dirigí la mirada a mi
padre. Él palideció y se desmayó. Me abrí camino con los brazos hasta que logré
llegar hasta él. Mi madre llamaba a la ambulancia, Ginebra sostenía su cuerpo,
y yo gritaba; como una niña.
Era momento de dejar
todo, irse, y empezar de cero. Ginebra y yo, nacidas en Estados Unidos.
Ascendemos
por el camino de tierra que conduce al cementerio. El vestido de gasa azul
marino con estampado floral ondea con la suave brisa que corre. No suelo llevar
vestidos, pero ésta es una ocasión especial. Nana Annie solía hacerme vestidos
cuando era pequeña, siempre decía que estaba preciosa cuando los llevaba.
Mamá
y yo cruzamos la verja de hierro y nos adentramos entre las filas de lápidas.
Un silencio absoluto y profundo nos envuelve, y en el viento flota el aroma de
las flores que descansan sobre las pesadas losas de piedra. Cierro los ojos
para percibir mejor estas sensaciones; me inunda un sentimiento de paz y
armonía. Suelo sentirme así en los cementerios. Son lugares tranquilos, de
descanso y calma, sitios en los que recordar y reflexionar. Por otra parte, sin
embargo, me produce escalofríos el pensar que camino entre cientos de vidas que
se consumieron hace tiempo y, que, algún día, yo seré una de esas vidas
apagadas.
Nos
paramos en la tercera fila, frente a una lápida de piedra blanca sobre la que
está grabado el nombre de mi abuela. Me esfuerzo por no llorar y me agacho para
depositar en el suelo la rosa blanca que traigo en la mano. Solo entonces me
percato del pequeño lirio blanco que hay junto a la lápida. Lo rozo con los
dedos, extrañada, parece fresco y recién cortado, pero, ¿quién puede haberlo
traído? Es la primera vez que venimos al cementerio desde que llegamos a
Cambria, no puede haber sido nadie de la familia. Nana Annie tenía muchos
amigos en el pueblo, puede haber sido cualquiera de ellos. Sonrío dándome
cuenta de que, sea quien sea el misterioso visitante, ha recordado que las
flores favoritas de mi abuela eran los lirios.
- Qué extraño. –
Escucho susurrar a mamá cuando ve la flor que hay junto a mi rosa.
- Supongo que no
somos los únicos que la echamos de menos. – Le digo con una pequeña sonrisa.
- Tu abuela fue muy
querida. – Asiente mamá.
Casi
una hora después abandonamos el cementerio y nos dirigimos al centro del
pueblo. Mamá entra a una pastelería para comprar algo que haga callar el rugido
de nuestros estómagos. Mientras, yo me quedo fuera, mirando el escaparate de
una tienda de antigüedades. Los muebles son preciosos, pero algo llama mi
atención especialmente: una lámina en la que reconozco la playa del pueblo,
Moonstone Beach. Debió de pintarla algún artista local.
- ¡Mira papá, yo
puedo! – Una vocecita familiar me devuelve a la realidad.
En
la acera de enfrente, un niño sale de una tienda de material de bricolaje,
levantando un pequeño cubo de pintura sobre su cabeza como si del premio más
valioso del mundo se tratase. El padre asiente y ríe, enternecido por la
felicidad de su hijo al poder levantar ese pequeño peso. Reconozco enseguida al
chiquillo, es Gabriel. Ayer, Noah me dijo que habían venido al pueblo para dar
los últimos toques a la casa, pues sus padres iban a ponerla en venta. La
pintura que llevan debe ser para alguna de las habitaciones.
Gabriel me ve y me saluda efusivamente con su manecita, haciendo que
casi se le caiga encima el cubo de pintura. Respondo a su saludo, con una
sonrisa de ternura. Su padre no se percata de mi presencia y los veo
desaparecer por la calle. Una parte de mí se siente un poco decepcionada porque
Noah no está con ellos, me habría gustado verlo otra vez, es agradable hablar
con él, recuperar una amistad del pasado. Pero esta misma tarde vuelvo a San Francisco, a la rutina del instituto, y
seguramente no volveré a verlo.

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