Echar de menos es la primera fase del proceso, de eso estoy
segura. El aroma del petricor es algo que, por ahora, no he encontrado en este
estado de California. Debo acostumbrarme al perfume del mar.
Dos noches en San Francisco han sido suficientes para
redactar la lista de “cosas para no parecer una criatura de Victor
Frankestein”. La obra de Mary Shelley es una de mis favoritas, y la
razón es aquel monstruo que parece estar basado en mi propia vida. Mantener el
expediente, sociabilizar y no volver a publicar mi vida en redes sociales son
los principales puntos a seguir. Y, a pesar de llevar sólo dos días, ya he
infringido uno de ellos. Creía que eliminando la aplicación de Instagram del
móvil no tendría la tentación de volver a hacerlo; pero fue un intento en
vano. Al fin y al cabo, la vida es una serie de pequeños efectos
secundarios.
El sol se esconde por el horizonte y una brisa fresca
arropa la noche. Ha llegado el momento. Odio las presentaciones. Son
situaciones tensas y comprometidas donde, según tu coartada, puedes ser
aceptada o repudiada para siempre. Me aproximo al espejo que anexiona con la
ventana y me recojo el pelo detrás de las orejas, dejando divisar los pequeños
aros de color plata colgados de ambos lóbulos.
- Vamos, Milee. -Dice Ginebra, apoyada en el marco de la
puerta.
Ginebra es mi hermana y la hija mayor de los Castro. Sigue
pareciendo una niña a pesar de que cumplió veinticinco años hace un par de
meses. Y, aunque ambas tenemos descendencia mexicana, ella es la que más rasgos
indígenas ha heredado; es preciosa. Ojalá pudiera decirse lo mismo de mí.
- Esta vez no puede salir mal. -Trato de convencerme a mí
misma, una vez más. A veces me gusta inventar que somos felices; que no hay
problemas. Sin embargo, ya ni siquiera recuerdo lo que es eso de sentirse bien.
Me acomodo en el borde de la cama.
- ¡Oye! -La figura de Ginebra se
aproxima -Mamá y papá están bien, ¿de acuerdo?
Lo cierto es que esa voz sensata y pausada es mi principal
antídoto. Sigo siendo su Milee, y
mientras lo sea, estoy a salvo.
La puerta de los vecinos se abre antes de que podamos
llamar al timbre. Sale una mujer. Es corpulenta, con cabello oscuro y ojos
rasgados. Nos observa con impaciencia, como si hubiera estado mucho tiempo
esperando nuestra llegada.
-¡Gracias por aceptar mi invitación!
-A usted, señora Huron. -Responde rápidamente Ginebra. A
veces resulta sorprendente la manera en la que se desenvuelve sin necesidad de
haber ensayado anteriormente las típicas frases de cortesía, o reacciones inteligentes.
Sin embargo, yo, me dedico a controlar la respiración. Me resulta realmente
complicado tomar parte del asunto.
-Adelante. -Y esboza una sonrisa.
Maldita ansiedad social.
- No llores, pequeña, que volveré
pronto. – Thomas intenta calmar mis sollozos, sin éxito alguno.
Nada será lo mismo sin él. Aquí, en sus brazos, me siento
protegida y segura. Siempre ha estado a mi lado, desde que nací, es mi
confidente y mi mayor pilar en la casa, ¿qué iba a hacer sin verlo todos los
días? Todavía no se ha ido y ya estoy echando de menos a mi hermano mayor.
- Llámame a menudo, ¿vale, Tommy? – Le digo, separándome de
él para plantar un beso en su mejilla.
- Que sí, pesada, no te preocupes. – Me responde él,
sonriendo.
Entra en el coche donde ya lo esperan mis padres y, así,
como si nada, veo desaparecer el vehículo por el camino que lleva a la
carretera. Suspiro; soy yo la que decidió no acompañarlos cuando lo llevaran a
la residencia para instalarse. No es que no quiera aprovechar hasta el último
minuto con mi hermano, pero sé que me habría pasado medio viaje llorando y eso
sólo habría empeorado el adiós. No puedo evitarlo, soy demasiado sentimental.
Fijo la vista en el paisaje. Puedo ver el mar al fondo, más
allá de las escasas viviendas que separan la casa de la playa. Cierro los ojos,
recordando todos los veranos vividos en Cambria cuando era pequeña. Recuerdo la
sensación de los granos de arena que se me pegaban a la planta de los pies, el
suave tacto del agua del mar en mi piel como si de terciopelo se tratase, el
olor de los pasteles de mora recién horneados, el sabor de los helados de
vainilla que comprábamos en el puesto del paseo marítimo, los ladridos del
viejo Burk que nos despertaban cada mañana…
Cinco años habían pasado desde la última vez que visité
Cambria, los mismos años que habían pasado desde la muerte de mi abuela. Y
ahora estoy de nuevo aquí. A Tommy y a mí nos costó sudor y lágrimas convencer
a nuestros padres de pasar unas semanas aquí este verano. Pero al final lo
habíamos conseguido. Además, como le habíamos dicho a mamá, así podríamos
visitar la tumba de la abuela.
Nana Annie era la única persona aparte de Thomas con la que
sentía que podía ser yo misma al cien por cien, sin miedos ni secretos. Su
pérdida había sido un golpe duro que nunca terminaría de superar.
- Somos tú y yo, Náyade, ¿qué hacemos? – Digo
acariciando el suave pelaje blanco de la gata.
La única repuesta que obtengo es un perezoso maullido que
la gata emite a la vez que se acomoda en mis piernas, convirtiéndose en un
ovillo de pelo.
- No te acomodes demasiado que me apetece bajar
a la playa. – Rio mientras la cojo suavemente en brazos y entro en la casa.
Me apetece sentarme en la arena y escribir mientras la
brisa me trae el olor del mar. Necesito ahogar las voces que empiezan a
pronunciar tristes pensamientos en mi mente. Necesito dejar salir todo lo que
se empieza a agolpar en mi interior, tengo que recurrir a mi vía de escape; el
papel y la tinta.

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