jueves, 23 de agosto de 2018

CAPITULO 1

Echar de menos es la primera fase del proceso, de eso estoy segura. El aroma del petricor es algo que, por ahora, no he encontrado en este estado de California. Debo acostumbrarme al perfume del mar.
Dos noches en San Francisco han sido suficientes para redactar la lista de “cosas para no parecer una criatura de Victor Frankestein”. La obra de Mary Shelley es una de mis favoritas, y la razón es aquel monstruo que parece estar basado en mi propia vida. Mantener el expediente, sociabilizar y no volver a publicar mi vida en redes sociales son los principales puntos a seguir. Y, a pesar de llevar sólo dos días, ya he infringido uno de ellos. Creía que eliminando la aplicación de Instagram del móvil no tendría la tentación de volver a hacerlo; pero fue un intento en vano. Al fin y al cabo, la vida es una serie de pequeños efectos secundarios.
El sol se esconde por el horizonte y una brisa fresca arropa la noche. Ha llegado el momento. Odio las presentaciones. Son situaciones tensas y comprometidas donde, según tu coartada, puedes ser aceptada o repudiada para siempre. Me aproximo al espejo que anexiona con la ventana y me recojo el pelo detrás de las orejas, dejando divisar los pequeños aros de color plata colgados de ambos lóbulos.
- Vamos, Milee. -Dice Ginebra, apoyada en el marco de la puerta.
Ginebra es mi hermana y la hija mayor de los Castro. Sigue pareciendo una niña a pesar de que cumplió veinticinco años hace un par de meses. Y, aunque ambas tenemos descendencia mexicana, ella es la que más rasgos indígenas ha heredado; es preciosa. Ojalá pudiera decirse lo mismo de mí.
- Esta vez no puede salir mal. -Trato de convencerme a mí misma, una vez más. A veces me gusta inventar que somos felices; que no hay problemas. Sin embargo, ya ni siquiera recuerdo lo que es eso de sentirse bien. Me acomodo en el borde de la cama.
      - ¡Oye! -La figura de Ginebra se aproxima -Mamá y papá están bien, ¿de acuerdo?
Lo cierto es que esa voz sensata y pausada es mi principal antídoto. Sigo siendo su Milee, y mientras lo sea, estoy a salvo.

La puerta de los vecinos se abre antes de que podamos llamar al timbre. Sale una mujer. Es corpulenta, con cabello oscuro y ojos rasgados. Nos observa con impaciencia, como si hubiera estado mucho tiempo esperando nuestra llegada.
-¡Gracias por aceptar mi invitación!
-A usted, señora Huron. -Responde rápidamente Ginebra. A veces resulta sorprendente la manera en la que se desenvuelve sin necesidad de haber ensayado anteriormente las típicas frases de cortesía, o reacciones inteligentes. Sin embargo, yo, me dedico a controlar la respiración. Me resulta realmente complicado tomar parte del asunto.
-Adelante. -Y esboza una sonrisa.
Maldita ansiedad social.



- No llores, pequeña, que volveré pronto. – Thomas intenta calmar mis sollozos, sin éxito alguno. 
Nada será lo mismo sin él. Aquí, en sus brazos, me siento protegida y segura. Siempre ha estado a mi lado, desde que nací, es mi confidente y mi mayor pilar en la casa, ¿qué iba a hacer sin verlo todos los días? Todavía no se ha ido y ya estoy echando de menos a mi hermano mayor.
- Llámame a menudo, ¿vale, Tommy? – Le digo, separándome de él para plantar un beso en su mejilla.
- Que sí, pesada, no te preocupes. – Me responde él, sonriendo.
Entra en el coche donde ya lo esperan mis padres y, así, como si nada, veo desaparecer el vehículo por el camino que lleva a la carretera. Suspiro; soy yo la que decidió no acompañarlos cuando lo llevaran a la residencia para instalarse. No es que no quiera aprovechar hasta el último minuto con mi hermano, pero sé que me habría pasado medio viaje llorando y eso sólo habría empeorado el adiós. No puedo evitarlo, soy demasiado sentimental.
Fijo la vista en el paisaje. Puedo ver el mar al fondo, más allá de las escasas viviendas que separan la casa de la playa. Cierro los ojos, recordando todos los veranos vividos en Cambria cuando era pequeña. Recuerdo la sensación de los granos de arena que se me pegaban a la planta de los pies, el suave tacto del agua del mar en mi piel como si de terciopelo se tratase, el olor de los pasteles de mora recién horneados, el sabor de los helados de vainilla que comprábamos en el puesto del paseo marítimo, los ladridos del viejo Burk que nos despertaban cada mañana…
Cinco años habían pasado desde la última vez que visité Cambria, los mismos años que habían pasado desde la muerte de mi abuela. Y ahora estoy de nuevo aquí. A Tommy y a mí nos costó sudor y lágrimas convencer a nuestros padres de pasar unas semanas aquí este verano. Pero al final lo habíamos conseguido. Además, como le habíamos dicho a mamá, así podríamos visitar la tumba de la abuela. 
Nana Annie era la única persona aparte de Thomas con la que sentía que podía ser yo misma al cien por cien, sin miedos ni secretos. Su pérdida había sido un golpe duro que nunca terminaría de superar.
-  Somos tú y yo, Náyade, ¿qué hacemos? – Digo acariciando el suave pelaje blanco de la gata.
La única repuesta que obtengo es un perezoso maullido que la gata emite a la vez que se acomoda en mis piernas, convirtiéndose en un ovillo de pelo.
-  No te acomodes demasiado que me apetece bajar a la playa. – Rio mientras la cojo suavemente en brazos y entro en la casa.
Me apetece sentarme en la arena y escribir mientras la brisa me trae el olor del mar. Necesito ahogar las voces que empiezan a pronunciar tristes pensamientos en mi mente. Necesito dejar salir todo lo que se empieza a agolpar en mi interior, tengo que recurrir a mi vía de escape; el papel y la tinta.

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